La leche es, junto con la miel, la única sustancia cuya única función en la naturaleza es la de servir como alimento. Y no solo eso, sino que también proporciona protección inmunológica a los mamíferos jóvenes.
En un estudio publicado en 2001 en la revista Journal of Epidemiology and Community Health, realizado con varones entre 45 y 59 años, se afirma que una dieta rica en leche no aumenta el riesgo de enfermedades o ataques cardíacos. Es más, puede incluso que tenga un efecto protector, independientemente del tipo de leche consumida. En definitiva, este resultado de lo que se llama un “estudio de cohorte” –donde se monitoriza a un grupo de personas con una cierta condición y/o tratamiento y se compara con otro que no se encuentra afectado por la característica a estudiar– dice que la mala fama que tiene la leche –sobre todo la entera– como causa del aumento del colesterol es sólo eso, mala fama. Por cierto, en ese mismo estudio, conocido como Caerphilly cohort study (se llevó a cabo durante 10 años en la ciudad galesa de Caerphilly y otros cinco pueblos de los alrededores) se ha encontrado que existe una correlación entre el orgasmo y la mortalidad: el riesgo de morir por un ataque cardíaco es –y tomen buena nota– un 50% menor entre aquellos hombres con una “alta frecuencia de orgasmos”, por decirlo de forma fina.
El contenido de la leche
Pero volvamos a la leche. Biológicamente hablando, el único papel que tiene este blanco fluido –la leche, insisto– es el de alimentar y proveer de protección inmunológica a los mamíferos jóvenes. Alimento del ser humano desde tiempos prehistóricos, la leche es junto con la miel los dos artículos de la dieta cuya única función en la naturaleza es la de servir como alimento. Por eso no resulta sorprendente que tenga un valor nutricional muy alto. En la leche se han encontrado más de 100.000 especies moleculares diferentes aunque, en esencia, podemos decir que la leche contiene agua (alrededor del 87%), grasa (4%) y sólidos no grasos (9%), un saco donde se meten vitaminas, proteínas, azúcares como la lactosa, ácidos, minerales…
Si ya su composición es bastante compleja, aún más fascinante es determinar su estructura. Debido al papel que desempeña en la naturaleza, la leche, como todos sabemos, se presenta en forma líquida. Algo muy curioso si tenemos en cuenta que contiene menos agua que la mayoría de las frutas y verduras. Si la observamos a través de un microscopio nos encontraremos con lo siguiente. A 5X aumentos tiene el aspecto de un líquido turbio; con 500X hacen su aparición unas gotitas esféricas de grasa, los glóbulos grasos. Y a 50.000X hacen su aparición unos arrobamientos de moléculas que se conoce como micelios de caseína –la proteína principal de la leche–. La caseína, junto con otras moléculas tensioactivas, que tienen una parte que se disuelve en el agua y otra que se disuelve en la grasa, desempeñan un papel crucial porque delimitan los glóbulos grasos, los estabiliza y asegura su dispersión en el agua. Dicho de otra forma: estas moléculas aseguran que las gotitas de grasa se repelan eléctricamente evitando que se arracimen.
La formación de la nata
Ahora bien, a veces esto es inevitable porque estas gotas se encuentran en constante movimiento. Aquellas que van más rápidas llegan a saltarse este control de seguridad, colisionando y quedándose pegadas. Esto provoca un escape hacia adelante: al hacerse más grandes, las fuerzas de repulsión son cada vez más pequeñas y se van uniendo cada vez más trozos de grasa. Así, poco a poco van aumentando de tamaño hasta que ascienden a la superficie: se acaba de formar la nata. Al calentar la leche este proceso se acelera pues el calor aumenta la velocidad de los glóbulos grasos.
Cuando la temperatura sube por encima de los 80º C las proteínas de la leche coagulan, lo que lleva aparejado dos efectos: dejan de proteger a los glóbulos grasos y forman una delgada película en la superficie. Además, algunas proteínas contienen átomos de azufre que a más de 74º C se desnaturalizan: el azufre reacciona con el hidrógeno formando sulfuro de hidrógeno, que tiene ese olor tan característico a leche cocida o huevos podridos.
Pero el principal problema de la leche es que se trata de un alimento muy susceptible de estropearse. Debido a su composición resulta especialmente apetitosa para multitud de microorganismos, incluyendo aquellos que provocan intoxicaciones y los que producen cambios enzimáticos, responsables de la rancidez de la grasa de la leche.