El papel de Diana en 1987 era cualquier cosa menos cómodo. Ya había cumplido con sus obligaciones con la Corona con el nacimiento del «heredero y el recambio», heir & spare, Guillermo y Harry. El nacimiento del príncipe pelirrojo en 1984 había supuesto el fin de su matrimonio. Carlos de Inglaterra había perdido el interés en ella, mientras los medios intensificaban aún más la atención sobre ella. Dividida entre la Diana tímida que había sido hasta entonces, el desprecio de la maquinaria de Buckingham, y un marido que sólo mantenía las formas en público, a Lady Di sólo le quedaba una alternativa: convertirse en lo que el mundo ya le había otorgado; pasar de princesa de Gales a princesa global. Y el Festival de Cannes, en su edición número 40, se lo puso en bandeja.
Fuera consciente o no, Diana ya se había convertido en un icono de estilo. El patito Diana Spencer, sin mucha ayuda más que su propio criterio, había evolucionado poco a poco en un referente planetario. Todo el mundo admiraba sus looks, todo lo que llevaba se convertía automáticamente en tendencia, y había salido de su prisión entre la prensa y palacio forjando una mujer espectacular. Cannes fue el salto definitivo. Y Diana tenía una precursora: Grace Kelly, que en 1955 había hecho dueña de la fiesta de recepción del Festival con un vestido de encaje y un collar de perlas, fusionando Hollywood y realeza con su porte y su naturalidad, llegando donde ni las princesas Disney soñaban.
Así que Lady Di decidió dar el salto a princesa de cuento –total, su vida ya era una triste ficción– con la ayuda de la diseñadora francesa afincada en Reino Unido Catherine Walker. Diana tuvo la inteligencia de convertir a Walker en su diseñadora predilecta, algo que le permitía mostrar apoyo a la industria británica –una lección que las duquesas Kate Middleton y Meghan Markle entendieron a la perfección– y, sobre todo, recurrir a una aliada. Walker, que fue durante décadas la favorita de Diana, nunca filtró nada sobre su vida, y siempre la ayudó a acertar con looks que no necesitaban ser llamativos para mostrar ese aura regia. La relación entre ambas llegaría hasta el final: el vestido negro del funeral de Diana, diez años después, sería un diseño de Catherine Walker.
Pero en 1987 todavía había espacio para proyectar felicidad, y Diana apareció radiante con un vestido drapeado en chifón azul cielo con foulard a juego para la alfombra roja. En aquel momento, Lady Di se convirtió en la royal universal, la princesa del pueblo –con permiso de Grace de Mónaco, fallecida cinco años antes–, la mujer que todo el mundo soñaba con ser o tener en su vida. Ese vestido fue el primero de los triunfos que se pudo apuntar Diana: si no conseguía el cariño de la Corona, tendría el cariño de la gente. Y marcó el salto definitivo de Shy Di –la «Tímida Diana»– a Lady Di, la mujer más admirada.
POR: JAVI SÁNCHEZ
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