Nos echaremos tres siglos para tras en el tiempo para comprender a Beethoven, Shostakóvich y De Elías. Estos tres compositores conforman el programa del jueves 22 de la Orquesta Filarmónica del Desierto. Primero pensemos en Juan Sebastián Bach, aquel señor de blanca peluca ensortijada autor de 1080 obras, todas adornadísimas. Por ejemplo, tocata y fuga en re menor, BWV 565, la clásica música de órgano que precede la entrada del vampiro. O la dulcísima Jesús alegría de los hombres, décima parte de la cantata Corazón y obras y boca y vida, BWV 147, pieza navideña obligada; o los conciertos de Brandemburgo. Por cierto, BWV, iniciales en alemán de Bach Werke Verzeichnis, significa Catálogo de las obras de Bach. Verdad que todas están recargadas de adorno, como la peluca de Herr Bach. Era el barroco, corriente artística, con churritos por aquí y por allá. En Saltillo tenemos los frontis de la catedral de Santiago y del Tec de Saltillo.
En 1750 falleció Bach y con éste concluyó el barroco. En lo sucesivo no más rizos. La música, como el resto de las artes, retomó las líneas clásicas griegas, bellas, ondulantes, como la Venus de Milo. El clasicismo desarmó la estructura sonata que hasta entonces constaba de varios movimientos, para quedarse solo con tres: allegro, andante, allegro, y sus variaciones: allegro con brío, allegro moderato, allegretto; andante con moto, menuetto allegretto, etc. Además, acentuó la melodía buscando suavidad y cadencia. Por cierto, la palabra sonata nació para distinguirla de cantata, ya que originalmente la música se escribía para ser cantada: cantata; en el barroco se empezó a escribir para que solo sonara: sonata.
La música fue como las pelucas de Franz Joseph Hayden (1732-1809) o de W. A. Mozart (1756-1791): con churros pero discretos. Por ejemplo, las sinfonías La sorpresa en sol mayor, No. 94; El reloj en re mayor, No. 101; Londres en re mayor, No. 104. O, de Mozart, la bien conocida sinfonía No. 40 en sol menor, K. 550; o el concierto para piano y orquesta en do mayor, K. 467, llamado Elvira Madigan, por la película homónima, de 1967. El clasicismo es la música fácil de canturrear dado que es lo que persiguen sus melodías: simetría en las frases, relativa sencillez temática, una tonalidad plena. De ahí que no sea gratuito la adopción del nombre de un periodo musical o toda la música académica del mundo mundial.
A esa armonía, a esos acordes suaves del clasicismo se opuso el romanticismo: intenso, expresivo, ensimismado en el espíritu del compositor. El ejemplo perfecto lo tenemos las cuatro notas fuertes del inicio de la quinta sinfonía de Beethoven, Op. 67.
La sinfonía No. 2 en re mayor, Op. 36, es hija innegable del espíritu de Haydn y Mozart. Aunque ya se anuncia la mano del estilo beethoveniano, al inicio del primer movimiento, y en algunos pasajes del tercer movimiento que remite a algunas frases de la sinfonía 6 Pastoral, Op. 68, y de la sinfonía 7, Op. 92.
En Rusia la música siguió una evolución diferente. La música clásica, o académica, propiamente nació hasta mediados del siglo XIX, con Mikhail Ivanovich Glinka (1804-1857). En sus primeras obras empleó algunos motivos de folclore ruso, a semejanza de lo que ocurrió en muchos otros países, como México o Argentina. A Glinka siguieron compositores que adoptaron su camino por el folk: Mussorgsky, o Rimsky-Korsakov, y el inmenso Piotr Ilich Tchaikovsky, quienes fijaron los rumbos musicales rusos. Hasta la llegada de Igor Stravinsky, quien, tras un primer periodo nacionalista, lo dejó de lado para enfocarse en la música dodecafónica. Dicho sencillamente, ya no más música en re mayor o sol sostenido. Para el dodecafonismo todas las notas son iguales. Un ejemplo:
La consagración de la primavera de Igor Stravinsky, en la que se incluyen experimentos de tonalidad, de métrica, de ritmo, y disonancia. Especialmente de disonancia. ¿Otro ejemplo?: el Concierto para piano y trompeta y orquesta de cuerdas en do menor, Op. 35, de Dimnitri Shostakóvich.