La ópera más popular de Mozart se presenta desde hoy domingo en varias dimensiones y “muy inspirada en el cine mudo”, según Esteban Muñoz, director y manager a cargo de esta nueva versión
“Lo bonito que tiene esta ópera es que, aún dependiendo de la lectura que le des, el mensaje primordial es esta historia de amor, que es muy de cuento de hadas, del príncipe con la princesa”, dice el director de escena, “dramaturgo” y stage manager chileno Esteban Muñoz, a cargo de la reposición de la versión de La flauta mágica que subirá a escena en el Teatro Colón hoy domingo 7 de mayo.
Concebida por el australiano Barrie Kosky y la alemana Suzanne Andrade, con producción de la Ópera Cómica de Berlín, compañía de la que Muñoz forma parte, la puesta de la última creación lírica de Wolfgang Amadeus Mozart, que contará con la dirección musical de Marcelo Ayub y con las sopranos argentinas Verónica Cangemi y Verónica Savastano, el tenor español Joel Prieto y su par eslovaco Peter Kellner en los roles protagónicos, recrea el mundo del cine de Buster Keaton.
“Esta producción lo bonito que tiene es que busca la interacción entre la bidimensionalidad de una película con la tridimensionalidad de un cantante o un actor. Pero el actor tiene que ser parte de esa película. Por lo tanto, el mayor desafío es generar la perfecta coordinación entre la animación y la actuación del cantante”, explica Muñoz, cuya voz suena amplificada por la acústica de la sala desierta.
A unas quince filas de distancia por delante, sobre el escenario, varios técnicos trabajan en la puesta a punto de una inmensa pantalla, apenas intervenida por varias “puertas” ubicadas a unos tres metros de altura, que remata en su parte inferior con una pasarela que la recorre de punta a punta, donde los cantantes completarán –o al revés– ese filme del que habla el artista transandino.
“Esta puesta está muy inspirada en el cine mudo. Por tanto, requiere de una técnica de actuación que los cantantes no están acostumbrados a hacer. Es muy precisa, es muy hacia el frente; como en aquel momento no había diálogo oral, cualquier movimiento tenía una intención, y lograr eso requiere de práctica y de limar, porque el cantante tiende a actuar mucho y esto es una reducción a lo fundamental”, cuenta.
Esteban Muñoz explica entonces que se trata de un movimiento que funciona con todo el cuerpo, a través de la respiración. “No es cosa que extiendas un brazo y ya está; sino que cada movimiento nace y termina en un momento determinado -el director marca la diferencia entre ambas opciones con su propio brazo-, y su velocidad también está muy coordinada. Y todo funciona a través de la respiración”, concluye.
Al mismo tiempo que admite que el dominio de esa técnica representa una dificultad, para los cantantes, a la que según el regisseur se suma “la altura”.
—¿Por qué?
—Porque esta escenografía, que es una pantalla de cine, tiene un segundo nivel donde hay puertas giratorias a través de las cuales tú puedes hacer aparecer gente ahí arriba. Los cantantes están atados con unos arneses a las paredes, los giras y muy rápidamente los haces aparecer. Y es necesario acostumbrarse a cantar en altura, donde no tienes una barandilla.
Hay que vencer el miedo: una vez que uno puede vencer ese miedo, puede empezar a trabajar la actuación. Es un proceso bastante tedioso, al principio. Para nosotros era desafío logístico, porque llevamos tres semanas trabajando con la escenografía original, primero en un taller, luego en la Sala Bicentenario, y después, sí, subimos la escenografía original a escena para que los cantantes se vayan acostumbrando a la altura.
Por eso no se puede ensayar con una escenografía marcada. A la gente puede parecerle que es una pantalla, una pared… “Lo hacemos en dos semanas”. Y no. Necesitas al menos un mes de ensayos para que esto funcione.
<b>Ópera como en el cine</b>
—Además, la interacción entre la proyección y los actores, que hace que sus cuerpos funcionen también como una suerte de pantalla, exige suma precisión.
—El cantante tiene que saber exactamente en qué posición está; si tiene algún tipo de elemento de utilería –que usamos muy poquitos–, tiene que estar puesto exactamente en una posición, en la nota, porque ahí viene la animación, que el cantante, además, no ve, porque está metido en la película. El cantante sólo ve una mancha de luz, de modo que tiene que aprenderse musicalmente los movimientos y actuar las reacciones a cosas que él no ve.
—Sería algo así como actuar un rodaje al que luego se le agregan personajes y escenografía mediante efectos, pero en tiempo real.
—Exactamente.
—¿Cuesta mucho lograr un buen resultado final?
—Es un proceso que cuesta, al principio. Después es repetición y más repetición. Tenemos la dicha de que todo el elenco, ambos elencos, son muy parejos. Hubo algunos cantantes que como tienen más miedo a la altura demoraron más en soltarse. Es algo que siempre pasa, pero en general está funcionando muy, muy, muy bien.
<b>De Valdivia a Berlín</b>
Nacido en Valdivia, Muñoz recuerda que su encuentro con la ópera fue precisamente a través de La flauta mágica, cuando tenía apenas tres años. “Era una transmisión por TV. Mi padre se había quedado conmigo porque mi madre tenía que trabajar; era un sábado a la tarde, y para que ‘el niño’ lo dejara ver la ópera, me contó un cuento de hadas, y me tuvo las tres horas ahí, embelesado con la ópera en la televisión”.
Enseguida, el mejor amigo de su padre, que resultó ser el director de escenario del Teatro Municipal de Santiago, comenzó a llevar a Esteban al teatro a le llevaba vidas que terminaron de abrirle la puerta a un universo que hizo suyo, con apoyo explícito de su papá, director de coros y orquesta, y de su mamá, con pasado de bailarina.
Un viaje a Alemania, a los 17, fue el preludio de otro, definitivo, que emprendió en busca de una formación que en esta parte del mundo no podía adquirir. “Acá, en Latinoamérica, si no es dirección, actuación o canto, es decir cosas que están realmente que tienen realmente un trabajo práctico en escena, uno no puede hacer nada. Y a mí no me gustaba eso”, señala.
—¿Qué te gustaba?
—Me gustaba el backstage, saber lo que había detrás, cómo se montaba todo. La parte de producción. Por eso decidí estudiar dramaturgia, en Alemania, que no es la dramaturgia que nosotros conocemos en América Latina. Yo no escribo obras.
—¿Qué sería, entonces?
—El dramaturgo, en Alemania, es una persona que establece el nexo entre el arte y el público. Es la persona que junto con el director artístico de un teatro establecen la programación, deciden a quién se invita, quiénes serán los directores de la temporada, los elencos… Y es quien, con el director, crea el concepto de la puesta en escena.
Además, es quien hace los cortes, si hay que hacerlos; quien escribe los textos nuevos, si es que se va a reemplazar alguno, como hizo Calixto Bieito, que reemplazó diálogos de Fidelio con textos de Borges. Todo eso es un trabajo que hace el dramaturgo. Es el que hace los programas de mano, el que hace las charlas introductorias, el que junto con el diseñador gráfico hace la gráfica del teatro… Eso es lo que estudié, antes de perderme en la dirección, a la que llegué sin quererlo.
—¿Cómo sucedió?
—Mientras estaba en la Academia estudiando dramaturgia, me llamaron para asistir a La Fura des Baus en la Staatsopper (Ópera Estatal de Baviera) porque necesitaban alguien que hablara español y alemán. Me contrataron para eso, aún siendo estudiante, y luego Calixto me siguió contratando como asistente de director, seguí dando vueltas en eso, ¡y me di cuenta de que también me gustaba! Y de ahí no salgo más.
De ese modo, la perspectiva del “dramaturgo” ampliada con la visión del director le permite un abordaje integral de cada puesta. “Es otro enfoque, que al abarcar el conocimiento de cómo funciona la técnica de un teatro, sus horarios y su dinámica en general, viene mucho más de la parte de atrás del escenario que del lado del espectador”, admite Muñoz.
En ese rol, trabajó con artistas de la talla de Michael Hampe, Emilio Sagi, Christian Boesch, Balázs Kovalik y Hugo de Ana, en producciones de la Bayerische Staatsoper, del Teatro Municipal de Santiago de Chile, el Teatro del Lago (Chile), la Houston Grand Opera y la Ópera de Lausanne, entre otras casas líricas, además de integrar la Ópera Cómica de Berlín, que ya lo tuvo al frente de esta versión de La flauta mágica en más de ciento veinte ocasiones.
—¿Cuál es el margen que tenés, como repositor de una puesta en escena, de introducir modificaciones respecto de la versión original, en este caso de Barrie Kosky y Suzzanne Andrade?
—En esta producción en particular hay que ser muy estricto, porque está absolutamente pautado hasta el último suspiro. En otras producciones, donde el personaje tiene también mucho que ver con la personalidad del cantante, uno tiene la libertad de poder cambiar cosas para que funcionen mejor. También depende mucho del director.
Hay directores que le sacan muchísimo partido a la personalidad y fisicalidad de los cantantes; entonces tú puedes adaptar mucho, porque sabes que el director trabaja así y estás en sintonía con su espíritu de trabajo. Hay otros, en cambio, que quieren exactamente lo que ellos planearon.
Barrie Kosky se ubica entre los dos estilos. Porque lo que él hace es armar toda la partitura, incluso en las operetas. Todo está pautado, porque en sus producciones es todo tempo. Pero en otras que no sean esta Flauta…, él da la libertad de que la profundidad del personaje también se adapte al cantante que lo interpreta. Este el caso de la Flauta… es imposible porque tienes una película que va ‘de pe a pa’, y esa película no la podés frenar.
<b>Una obra maestra</b>
La flauta mágica ofrece varias lecturas posibles, al mismo tiempo que puede ser abordada como una obra de entretenimiento para grandes y chicos tanto como una especie de ensayo en torno al bien y el mal, entre otras interpretaciones. La gacetilla dice que sus míticos e inolvidables personajes están inspirados en las ideas y fundamentos de la filosofía de la ilustración, aquella que perseguía disipar las tinieblas de la humanidad mediante las luces de la razón.
Y revela que la trama relata las aventuras y desventuras del príncipe Tamino, quien, en su afán de salvar a su amada Pamina, atraviesa una serie de pruebas e infortunios que intentará superar en el reino de la oscuridad, para alcanzar el reino de la luz.
—¿Cómo fue cambiando tu mirada y qué fuiste descubriendo en La flauta mágica a medida que fuiste creciendo con ella?
—Lo bonito que tiene esta ópera es que, aún dependiendo de la lectura que le des, el mensaje primordial es esta historia de amor, que es muy bonita, que es muy de cuento de hadas, del príncipe con la princesa. Como niño, uno ve un cuento de hadas. A mí me encantaba la parte de la serpiente y esta cosa de los animales, del cazador de pájaros, y esta flauta que los domestica…
Después empecé a ver el trasfondo histórico, y a partir de su ambientación original en el antiguo Egipto, la cuestión arqueológica en la que están inspirados los rituales, que después uno ve también que son rituales masónicos.
Luego, está toda la parte de la idiosincrasia de la Viena del siglo XVIII, toda la influencia que se venía: la musulmana, la africana, que la ves en Monostatos, que empieza a ser un personaje políticamente difícil, por decirlo de alguna forma. También ves toda la parte psicológica, que lleva a pensar cómo puede ser que este liberto sea tan famoso y que funcione, cuando tiene tantas falencias.
Y cuando uno se mete en la música y ve como a pesar de tratar a a cada personaje con formas musicales distintas, generando una heterogeneidad que se replica en el libreto, Mozart le da un marco homogéneo… La flauta mágica es una obra maestra porque, justamente, en ella Mozart logra aunar todas esas cosas. Después, cada uno disfruta lo que quiera. Pero siempre lo va a disfrutar.
—¿Considerás que esta puesta resalta en particular alguno de todos estos aspectos?
—Resalta la imaginología; esta cosa del imaginario colectivo en torno los cuentos de hadas, esta cosa de querer emprender una aventura, de poder buscar a la amada que no conozco… Toda esta cuestión de la magia. De la magia que en el teatro de Emanuel Schikaneder –autor del libreto–, en 1791 cuando fue estrenada, se podía hacer porque tenía una tecnología que era impresionante.
Podían hacer cambios en segundos. Esa imaginología es en la cual se basa esta producción, a través del lenguaje del cine, generando estos cambios y estas imágenes fantásticas a través de la proyección. Algo que hoy en día, en un teatro común y corriente, no se puede hacer.
La flauta mágica es una producción de la Komische Oper Berlin, con dirección orquestal de Marcelo Ayub, dirección de escena de Barrie Kosky y Suzanne Andrade y reposición de Esteban Muñoz. Con Joel Prieto (7, 9, 11, 16) y Juan Francisco Gatell (10, 12, 14) como Tamino; Verónica Cangemi (7, 9, 11, 16) y Hera Hyesang Park (10, 12, 14) como Tamina; Peter Kellner (7, 9, 11, 16) y Alejandro Spies (10, 12, 14) como Papageno; María Savastano (7, 9, 11, 16) y Ana Sampedro (10, 12, 14) como Papagena y elenco.
* La flauta mágica tiene funciones los domingos 7 y 14 de mayo a las 17 hs.; miércoles 10, jueves 11, viernes 12 y martes 16 a las 20 hs. Las localidades están a la venta en la página web y también en la boletería del Teatro Colón, Tucumán 1171, de lunes a sábado de 9 a 20 hs. y domingos de 9 a 17 hs.